Tengo un recuerdo infantil que me acompaña. Recuerdo que en casa de mis padres, en el comedor, había un armario enorme de esos que en sus cajones guardan cuberterías, mantelerías y en las baldas figuritas que uno no sabe muy bien qué sentido tienen; lo típico que alguien cuando va de viaje a algún sitio te regala a la vuelta.
No obstante, aparte de figuritas, también había libros y otras cosas. Así, a bote pronto, recuerdo el de La Celestina, uno de cocina y álbumes de fotografías. Sí, álbumes con fotografías en blanco y negro de cuando mis padres eran jóvenes, ¡eso sí que es una máquina del tiempo! También, ¡cómo no!, el libro de su boda… se casaron en el año 73, pero no entraré en detalles porque me imagino que todos habréis visto alguno.
Pero de toda esa mini biblioteca recuerdo un libro al que yo le tenía una mezcla de respeto, temor y admiración. Me estoy refiriendo al Quijote. Concretamente era este libro que pongo en la fotografía. De vez en cuando me subía a una silla para alcanzarlo, lo cogía, me sentaba en la mesa del comedor y me ponía a ojearlo. Me entretenía viendo sus dibujos, me gustaba, me hechizaba… no recuerdo si leía algo, pero sí que recuerdo que estaba mucho tiempo pasando sus hojas. Luego… llegaba al final y una especie de abatimiento se apoderaba de mí: 997 páginas tenían la culpa. Lo cerraba y lo volvía a dejar en su sitio.
Algunas veces le preguntaba a mi madre si habría alguien que pudiera leerse libros tan gordos y ella me contestaba que sí. “¿Tú te lo has leído?” - le preguntaba- “no, yo no, pero tu abuelo sí”, me respondió.
Mi abuelo se lo había leído. Eso para mí fue algo increíble. Era alguien a quien admiraba por encima de todas las cosas y, lo que es más importante, sin yo saber que se había leído el Quijote.
Supongo que ahora es cuando toca hablar de él y de la relación que tuvimos, pero no, no lo haré; eso lo dejo para cuando escriba mi autobiografía.
“Iaio, ¿tú te has leído el Quijote?”, le pregunté un día. “Sí, sí que lo he hecho. Es el mejor libro de la literatura universal”, me respondió.
Sorprendido me quedé… ese libro era el mejor de la literatura universal ¡ya podía serlo para tener 997 páginas! (esto depende de la versión, los hay con más y los hay con menos).
“¿Crees que me lo tendría que leer?” - A lo que él me respondió con otra pregunta - “¿Te gusta leer?” - “Sí”, le contesté. Entonces me dijo algo que se me ha quedado grabado a fuego: “Si una persona te dice que le gusta leer y no se ha leído el Quijote es que no le gusta leer. El Quijote es un libro que todo el mundo debería leer antes de morir”. Es para pensar.
Pasaba el tiempo y yo veía ese libro gordo de color rojo en la estantería del mueble, pero no me atrevía a tocarlo.
Mi abuelo murió una fría noche de un mes de enero, poco más de un mes antes de cumplir yo los veinte. Ese verano, después de muchos años, volví a tener ese Quijote entre mis manos y lo leí. Cuando lo acabé recordé las palabras de mi abuelo referidas a ese libro. La espina que tengo es no habérmelo leído cuando él estaba vivo y que supiera que lo hice. Desde ese verano lo he leído un total de cuatro veces.
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Esta semana, el martes 26 de agosto, se ha cumplido el primer centenario del nacimiento de Julio Cortázar. Con él siento lo mismo que con el Quijote… desde hace mucho tiempo… está ahí, me llama, me atrae… pero no me atrevo, no sé por qué. Pero también sé que es cuestión de tiempo. Cada lectura tiene su momento.